Todavía no ha amanecido. El tintineo del nuevo huésped se adelanta al despertador, que suena antes de lo habitual. Los ciclistas son gente madrugadora, y más aún cuando el sol estival aprieta. Es hora de partir. La aurora preside un paisaje asombroso. Los campos de cultivo de María de la Salut compenetran la armonía visual con la del alma. Todo es paz y silencio en el refugio.
Nuestro protagonista hace un tiempo que se retiró de las competiciones. Nunca fue un ganador. Su cometido se limitaba a encontrar su lugar y mantener la dignidad en equilibrio con su atrevimiento. Se ha decidido a salir en solitario a una aventura para revivir la emoción de superación. De un tiempo a esta parte, como le confío el gran Indurain, el ciclista no deja de ser un poco ermitaño. Se puede llegar a sentir cómodo pedaleando en solitario, ordenando sus ideas, e incluso, rezando, durante horas infinitas.
“El ciclista no deja de ser algo ermitaño”, según confesó al autor, Don Miguel Indurain.
El curso no fue fácil. Muchas curvas y obstáculos por superar. Nada extraordinario. Los tiempos que corren son difíciles y áridos para casi todos. Sin embargo, hay algo diferente, que le ha cambiado, que le ha enfrentado directamente al sentimiento radical de vulnerabilidad, obligándole a confiar sin remedio en la Providencia.
Nuestro ciclista es un hombre de fe, y no la esconde. Su ruta se dirige en peregrinación al Santuario de Lluc. Quiere postrarse ante la Señora y agradecer los pequeños milagros de cada día. El sol empieza a levantar su mirada. Todavía no se cruza con otros ciclistas en su paso por la bahía de Pollença, con una mar tan en calma como el caminar de los primeros madrugadores, asombrados por un paisaje que siempre es un estreno.
El autor narra en la crónica la ruta de un ciclista en clave intimista.
El Coll de Femenía es el primer obstáculo. Lo ha ascendido infinidad de veces. Sin embargo, siempre le parece interminable. Nuestro protagonista dosifica esfuerzos con la duda rondando en su mente. Sus fuerzas no son las que eran, y el puerto no termina nunca. El sol comienza a apretar y todavía no son las nueve. Quizá convenga rectificar a tiempo.
La duda se despeja con corazón
Después de rendir honores a la Madre, tira de corazón y se decide por continuar con el plan inicial. Se cruza con grupos que le reconocen y saludan, hecho que le alegra. El corazón late con fuerza ante la dificultad. Cruza los túneles de Cúber y Monnaber, metáforas que le recuerdan porque está dónde está.
La Bola, la cima de Mallorca, observa inclemente. Imponente le ve cruzar en dirección a Soller. El descenso calma las piernas maltrechas. Es evidente que un calor insoportable será su compañero de viaje hasta el final. Echa mano de su manual de experiencia. Comer y beber, porque hoy la única rueda a observar es su delantera. Que avanza metro a metro de ascensión al Bleda. La meta psicológica es llegar a Can Reynes, reponer y refrescarse para lo que en esos momentos es todo un ogro: Sa Predissa. Aquellas rampas infinitas con el sol clavado en la espalda, a más de treinta grados…
Llega el momento temido. No hay velocímetro, ni vatios, ni pulsómetro. Hace tiempo que se los quitó. A pelo, con sensaciones y el dominio de años de experiencia, la única tecnología que cuenta es la raza que le mantiene sobre la bicicleta. Apela a ella, a la testiculina y al deseo de acabar la jornada con la dignidad que le hizo llorar el primer día que acabó una carrera.
Vacaciones esperadas
Las bolsas de aire caliente, como si fueran la expulsión de un aire acondicionado, le dan en su cara. La sensación de calor riñe con el deseo de ver cumplido su objetivo. Valldemossa está repleta de turistas. Ya no queda ningún ciclista en un asfalto que arde. La brumosa Palma se avista en el horizonte.
La urbe que le vio nacer y de la que se alejó hace un tiempo, es la meta de la jornada. Han transcurrido más de un centenar largo de kilómetros. La odisea ha concluido. Las vacaciones más esperadas pueden comenzar.
Nos vemos de regreso en La Vuelta a España. Felices vacaciones a todos.