La París-Roubaix es una carrera impredecible, sin importar tener a dos de los mejores ciclistas de la historia.
Pogacar y Van der Poel, superdotados deportistas, finos estrategas, con todo el arsenal de equipamiento y soporte necesario a su alcance, quedaron expuestos a la imprevisibilidad de una carrera que tiene en la combinación de azar y sufrimiento, su mejor descripción.
La carrera está por encima del resto, y esta edición, escogió a Van der Poel. Doblegó el ego de Pogacar, como si la naturaleza sabia y centenaria de Roubaix no admitiera que, el prodigio de la actualidad, osara someter a la historia y a todos sus antepasados, autorizando la victoria en su estreno en la reina de las clásicas.
Los tramos que fueron de cinco estrellas
Los tramos cinco estrellas hicieron honor a su relevancia. En el Bosque de Arenberg comenzaron las hostilidades. Pedersen y Pogacar hicieron desastres, dejando heridos de muerte a un buen número de candidatos. La selección resultante trajo consigo los primeros calambres públicos y visibles del campeón del mundo.
Arenberg protagonizó el primer bombardeo. No tardaría la segunda irrupción con Mons en Pévèle, cual campo de minas. Pedersen, que está en un estado de forma sobresaliente, vio como un pinchazo frustraba algo más grande de lo que finalmente consiguió. Pogacar seguía apretando, en su estilo.
En la recta de Arenberg comenzaron las hostilidades
Van der Poel salvó a su mejor gregario de la escabechina. Jasper Philipsen sobrevivió a las dos batallas. Por delante, apenas cuarenta kilómetros y dos Alpecin emparedaban a Pogacar, quien solo tenía a Vermeesch en el selecto grupo perseguidor de los líderes de la carrera.
Philipsen acabó exhausto en su labor. Los dos colosos se quedaban solos. Se preveía un mano a mano con un previsible final al sprint en la última vuelta al velódromo. Sin embargo, apareció el antojo de la reina.
El infortunio de Pogacar
Una moto situada inexplicablemente en una curva, quizás para lograr una instantánea de la pugna desde un lugar privilegiado, distrajo a Pogacar en la trazada de la curva, derribándole de su máquina.
Van der Poel no se inmutó. Tampoco aceleró. Asumió deportivamente el golpe de suerte y comenzó su particular cabalgada hacia la tercera victoria consecutiva. Pogacar se vio obligado a subirse a una bicicleta que no era la suya, mientras, paulatinamente, asumía que esta no iba a ser su ocasión.
Incomprensiblemente, una moto en una curva, marcó el desenlace de la carrera.
Van der Poel rememoró los tres triunfos consecutivos del sargento Octave Lapize y del italiano Francesco Moser. Gloria eterna para el neerlandés atómico. La edad de oro del ciclismo tiene una hazaña más en su glosario de momentos épicos.
Van der Poel obtuvo la victoria, pero tengo la sensación de que, fue la historia quien no se dejó ganar por Pogacar; fue la mismísima París- Roubaix. Como si le dijera a su nuevo adepto: todavía no, querido Tadej, todavía no.
