Las nuevas generaciones de aficionados ya conocen el Puy de Dôme. La montaña mágica ha vuelto a protagonizar, treinta y cinco años después, una etapa del Tour de Francia. El volcán se ha despertado, detonado por la enorme expectación generada en el colofón de una semana, que no ha hecho más que confirmar un Tour de Francia de ensueño.
Lo de Sepp Kuss merece un aparte especial. Qué maravilla de gregario es este americano afincado en Girona. Cuando las rampas se endiablaban no perdía la sonrisa. Se le ve disfrutar de su profesión, como en el teatro de los sueños del niño que quiere ser ciclista.
Al inicio del ascenso a la mítica cumbre, el equipo del líder, Jonas Vingegaard, asumía su condición. Lideraba y comandaba el ritmo de carrera de la planta noble de la clasificación. Por un momento, los UAE relevaron el protagonismo, y a Kuss no le gustó la idea. Inmediatamente, con mirada periférica ordenó a Van Aert y Kendelman recuperar el control del ascenso. Se hace complicado calificar el trabajo de este gregario descomunal. Un hombre entregado a una misión, que ejecuta minuciosamente, y que, a pesar de la generosidad con la que se vacía, le encontramos entre los diez mejores del Tour de Francia. Sombrerazo para el americano.
Mención especial merece Sepp Kuss. Qué ejercicio de servicio la del americano. Brillante y ejemplar gregario.
Reencuentro con la historia
El Puy de Dôme tiene algunas de las mejores historias del Tour. Las más distinguidas leyendas de este deporte desfilaron por el volcán, imprimiendo su sello para la posterioridad. De ahí que el duelo contemporáneo entre Pogacar y Vingegaard estuviera predestinado a grabar otra batalla épica. La prensa había recreado la icónica escena entre Poulidor y Anquetil con las estrellas del momento. El Tour se alimenta de su propia historia.
Se despierta el volcán
Hubo que esperar a poco menos de dos kilómetros de la meta para ver el zarpazo. En esta ocasión, fue Pogacar. El esloveno parece ir a más. Se le percibe más fresco, más dinámico. Es el aspirante destronado. Sus deseos de venganza le soliviantan, la reconquista del terreno perdido convierte cada etapa en un recorte paulatino del botín de segundos que Vingegaard fue capaz de conseguir en la rampa del Marie Blanque, de los que todavía vive.
La pendiente del Puy de Dôme es igual de pronunciada que aquella pero más sostenida. Una decena larga de kilómetros con porcentajes de dos dígitos que obligan a la dosificación. Por delante, se libra otra guerra. La de la victoria de etapa. Ganar una etapa del Tour bien vale una misa, pero hacerlo en el volcán sagrado del Macizo Central francés, vale la eternidad.
El elegido es un veterano de guerra, Michael Woods. A sus treinta y seis años logrará la victoria más preciada de su carrera en la cumbre de las antenas, una cima de dominio privado, que explica que haya que remontarse a 1988 para encontrar a su predecesor, el danés Johnny Weltz.
Un Tour que se apura en segundos
El público forma un carril cada vez más estrecho. Los corredores pasan enfilados y se teme por su seguridad. La gravedad ralentiza los movimientos. Solo quedan los elegidos. Simon Yates, un templado y magnífico Carlos Rodríguez, Tom Pidcok, y un cada vez más alejado Hindley.
Falta citar a quienes se tiene puesta toda la atención. El calor aprieta. Pogacar le estudia, Vingegaard le observa. Salta Pogacar y le arranca de un jirón menos de diez metros que se convierten en un continente. Vingegaard tira de virtud ciclista. Sabe sufrir. Aguanta, resiste, no cede, no se rinde. Este Tour se ganará por segundos y los defiende con todo su ser, con toda su alma, con todas sus fuerzas.
Una buena defensa es el principio de toda victoria. Pogacar le vuelve a arañar segundos que pueden ser decisivos en el último asalto. Vingegaard descansa de líder en el Tour más reñido de los últimos tiempos.
Los Alpes, el Jura y los Vosgos aguardan el combate definitivo.