Los días avanzan, y con ellos la expectación a medida que se va acercando el Tour de Francia. La Dauphiné recorre paisajes montañosos idílicos. La Alta Saboya, en la región de Rondano-Alpes, evoca el paraíso ideal con la primavera avanzada. Todavía se vislumbran las nieves del invierno en los picos de los monumentales macizos que configuran el paisaje. Inevitable no recordar la luz del Tour cuando se disfruta de ver una carrera ciclista que recorre la demarcación.
Los hombres más fuertes asoman con sus ruedas delanteras. Son los ciclistas que solo aparecen en las cotas que apuntan a un desnivel de impacto, y al cielo. Entre tanto infortunio, uno se alegra de comprobar que siguen ahí, vivos y con ganas de guerra. La temporada busca y necesita adversarios. La superioridad imbatible es aburrida. Necesitamos ver a Roglic hacer de Roglic, y descubrir que hombres como Oier Lazcano quieren más protagonismo.
Dauphiné nos deja la satisfacción de saber que hay adversarios, que tendremos un Tour de Francia reñido.
En Samoéns, estación de esquí que puso fin a la etapa reina del Delfinado, revivimos una historia que nos divierte y enamora. Roglic tiene en sus piernas la ilusión de regalarnos un Tour reñido. Acompañado de un comando español compuesto por el referido Lazcano, un prudente Carlos Rodríguez, el barbilampiño Javier Romo y un entusiasta Mikel Landa, liquidaron la aventura de Marc Soler, siempre fiel a sí mismo.
Roglic tuvo paciencia, inteligencia natural y remate. Su victoria evoca tanto como el paisaje idílico. Roglic ha vuelto. Realmente, nunca se fue, solo se cayó más de la cuenta. Es la resiliencia hecha persona. Cuanto más complicado se pone, más seguridades manifiesta. Cuando más difícil aparenta, más ilusión despierta.
Apreciado lector, coincidirá conmigo: Roglic es un regalo para el aficionado.
