El inicio asombroso.
Partía como gran dominador. Todos contra Pogacar eran los titulares. Sus dos Tour de Francia y el final de temporada con el Giro de Lombardía, hacían presumir que la era Pogacar había comenzado.
Se le vio desenvolverse con soltura en las primeras clásicas, ganó la siempre espectacular Strade Bianche y, en la Tirreno Adriático, manifestó una superioridad asombrosa. Nada parecía detener la estrella fulgurante del esloveno.
En el Tour de Flandes jugó la partida de tú a tú contra verdaderos clasicómanos, lo que invitó a ver en el talento esloveno la reencarnación moderna de Eddy Merckx. Jugueteó con la posibilidad de presentarse a la Paris- Roubaix, algo que debió descartarse entre bambalinas por lo accidentado que acostumbra a ser el “Infierno del Norte”. Después, desapareció del campo de batalla,
Se refugió en altura y durante largas semanas fue preparando el objetivo central de la temporada: el Tour de Francia. Un tercer logro consecutivo le catapultaba directamente al olimpo, siendo todavía un jovencísimo ciclista con prácticamente toda su carrera deportiva por delante.
Todo a punto para la gran cita.
Reapareció en casa, en las montañas de los Alpes de Kamnik y Savinja. Al igual que los verdes pastos surgían después de meses cubiertos por la nieve tras el crudo invierno esloveno, Tadej Pogacar emergía de nuevo a la superficie a escasas tres semanas de la gran cita. En duelo con su compañero de equipo Rafal Majka disputó el Tour de Eslovenia, añadiendo dos victorias parciales al ranking de la temporada.
Llegamos a Copenhague. Recuerden que el Tour de este año comenzó con luminosidad en Dinamarca, cual presagio de lo que estaba a punto de acontecer. De nuevo, todos los focos iluminaban al mismo rostro. Pogacar lleva bien la presión. No hace ostentación ni alarde de la fama que le acompaña desde hace años. En cambio, se le ve suelto y contento de ser el centro de atención. Ni un mal gesto, ni una palabrota, ni tampoco una salida de tono o impaciencia. Se desenvuelve como un tipo normal, y asume toda la parafernalia que le rodea como parte del circo al que se dedica. Un temple y serenidad encomiable, si atendemos otros precedentes que perdieron el juicio y el control de sus actos en condiciones idénticas o similares.
Los rivales estaban escritos, radiados y visibles por todas partes. Los Jumbo iban a por él. Frente el tridente de galácticos Van Aert, Roglic y Vingegaard, secundados por una escolta de gregarios que en cualquier otro equipo podrían ejercer perfectamente de jefes de filas, Pogacar se mostraba igual de desafiante que siempre. En los primeros compases de la ronda francesa todos los intentos de las abejas del Jumbo acabaron en la red del cazador. Tadej parecía invencible. Intratable, al margen de que los neerlandeses portaran el maillot amarillo desde el arranque del Tour más danés.
El Covid iba desmembrando a su equipo por días, sin embargo, nada parecía afectarle.
Van Aert hacía de las suyas, y no dejó de hacerlas hasta el final, llegando a salvar el liderato “in extremis”en los bosques de Arenberg. Sin embargo, la sombra de Pogacar se cernía sobre el amarillo, y en la etapa más larga de la edición, en la region de Lorena, el objetivo arribó y vistió al por entonces principal favorito y último campeón.
Todo iba bien y según lo previsto hasta que reapareció un viejo conocido del pelotón en forma de virus. La burbuja estalló, como había sucedido en el Tour de Suiza. Los positivos por Covid comenzaron a mermar a los equipos. Al margen de los debates acerca de la excesiva pulcritud de unos y desidia de otros, el hecho fue que los corredores del Emirates iban cayendo como moscas. Pogacar no se preocupaba. Seguía con su habitual frescura y soltura, con aparente indiferencia ante los caídos que el incesante y tozudo virus iba eliminando un día tras otro.
La tumba ciclista de Hinault.
Nos vamos a Granon. Escenario precedido por el Telegraphe y el Galibier. Uno de los puertos más duros del mundo. Cita inexcusable en los recorridos del Tour. Cumbres de leyenda, testigos de escenas icónicas como la del bidón de Coppi a Bartali, la primera victoria española en la alta montańa del Tour con Vicente Trueba, aquel escalador invencible que inspiró al mismísimo Henri Desgranges a darle el sobrenombre de la Pulga de Torrelavega por su peculiar estilo cuando el asfalto apuntaba al cielo.
Pogacar se equivoca. Desdeña al Granon, también conocido como la tumba ciclista de Hinault. Ataca y contraataca. El pelotón se tiene que parar por unos manifestantes egocéntricos. Se reanuda la carrera y las circunstancias han cambiado. La frescura de piernas se ha evaporado. También la sonrisa juvenil. El calor aprieta. Vingegaard, fiel al guión establecido, no se inmuta. Agazapado espera su momento. Roglic, da la alternativa al verdadero jefe de filas. Se levanta el velo. Pogacar, resopla y se desabrocha. Acuden los fantasmas del Galibier. Las fuerzas derrochadas. Los Jumbo rematan el ataque final y asestan la picadura mortal que derrocará al rey del Tour.
El resto es historia conocida. Desde ese día, Pogacar es un ciclista maduro. El aprendizaje de la lección de Granon ya será para siempre. Su espontaneidad y ganas de ganar siguen intactas. Cerró la temporada ganando en el Monumento de las hojas secas, y para el 2023 promete venganza para jolgorio de los aficionados. La lista ha sumado nuevos y serios aspirantes al trono, sin embargo, Pogacar, aún con la cicatriz de la batalla de Granon, continúa siendo el rey.