Representan la parte más amarga del ciclismo. Cuando arranca una carrera, los prolegómenos van siempre acompañados de deseos de suerte y de algo más reservado que sobrevuela y está presente en el ambiente, y que, aún a sabiendas de formar parte del montaje, es un hecho temido que obliga a querer evitarlo en cualquier circunstancia.
Las caídas son la cruz de este deporte. En muchas ocasiones, protagonistas indeseables de las primeras semanas en las grandes vueltas. Las montoneras de hierros, chasquidos y un ruido difícil de describir, entre gritos y alaridos de ciclistas magullados o tendidos en el suelo, donde los más afortunados buscan y comprueban que su bicicleta ha salido indemne del estropicio, mientras el grupo de ilesos se aleja del caos, es una de las situaciones que más preocupa a los organizadores por mucho que esté en el ADN del ciclismo.
Los preparativos de un final al sprint.
Las llegadas a metas son otro de los puntos negros. Suceden en los preparativos de un final al sprint, en el momento que los equipos trabajan para conseguir la mejor colocación posible, a fin de facilitar la posición al especialista de turno. A velocidades de vértigo que superan cualquier recomendación, o incluso prohibición de la señalética de tráfico, con el consiguiente desgaste físico acumulado de cientos de kilómetros después de varios días de competición, son momentos de una tensión indescriptible.
Rojas se equivoca insultando a su colega. Las caídas no se causan, suceden.
Aquí es donde se les debe exigir a los organizadores velar por el ciclistas, evitando bolardos, rotondas, curvas o cualquier elemento que pueda derivar en una posible caída. El público también debe ser consciente de su responsabilidad. He visto salir despedidos móviles por los aires, cuando probablemente el portador de turno buscaba el selfie magistral o la mejor toma posible para su Instagram. Mucho peligro conllevan estas faltas de respeto y consideración a los ciclistas. Algo que en contadas ocasiones ha supuesto sanciones ejemplarizantes, no solo por el riesgo deportivo que implica, sino por la peligrosidad que supone para la integridad de quienes están trabajando y ganándose la vida, cuando el tonto de turno se divierte o busca su momento de gloria insulsa
Que existan caídas es algo inevitable. En muchas ocasiones basta un despiste, una rueda, un manillar, una distancia mal calculada. Una precipitación indeseable, como la de Roglic en la última Vuelta. Una inevitable falta de concentración puede abocar a “morder el asfalto”. Las caídas no se causan, suceden.
La última y más sonada ha sido la protagonizada por Warguil del Arkea, cuando intentaba meterse por donde no cabía. Acabó arrollando a Rojas del Movistar y a un compañero de equipo. Un cálculo errado que provocó la ira de veterano Rojillas que comenzó a proferir insultos a su colega de profesión, también perjudicado. Un reacción que ha dado la vuelta a Twitter y que se califica por si sola, en detrimento del corredor del Movistar.
El volver a nacer de Fabio Jackobsen
Del innumerable carrusel de ilustres de caídas, finalizo con la que más impacto me ocasionó. Me refiero a la que sufrió Fabio Jackobsen en la Vuelta a Polonia, después de chocar con las vallas al ser empujado, en esta ocasión sí, por Dylan Groenewegen. El neerlandés estuvo en coma inducido varios días, con más de ciento treinta puntos de sutura y un solo diente en su sitio. Literalmente, volvió a nacer quien a día de hoy es un de los mejores especialistas del circuito y un fijo en todas las apuestas cuando la etapa tiene previsto acabar al sprint. Aquella fue una caída que conmocionó al mundo, espectacular por la dureza del impacto, acompañada por las imágenes de ver aquellas vallas laterales saltar por los aires como si de un tornado se tratase. En cierto modo, pasó. El vendaval ciclista superaba los 70 kms/h.