Se han cumplido veintiséis años de la retirada de Indurain.
Había quedado undécimo en el último Tour. El que ganó el ogro danés Bjarne Riis, el mismo que, años más tarde, confesaría haberse dopado para ganar la carrera. Indurain logró, semanas después, resarcirse en Atlanta de la falseada derrota, con una medalla de oro olímpica en la contrarreloj.
La retirada de Indurain representa un símbolo en una trayectoria perfecta. Las teorías acerca de la repentina decisión son tan diversas como propenso es el carácter del español medio a buscar misteriosas razones a todo cuanto es opinable. Sin embargo, lo que resulta incuestionable es que, cuando Indurain decidió apoyar la bicicleta en aquella pared del Hotel El Capitán, se escribía una página en el deporte español. El gran campeón se bajaba de la bicicleta en plena carrera. Plegaba. Así, tal cual, se lo comunicó a Marino Alonso, compañero de equipo que le había arropado subiendo al Fito.
Se ha cumplido un nuevo aniversario de aquel hecho. Miguel Indurain no quería correr la Vuelta de 1996. Se vio obligado por las exigencias del patrocinador del equipo. Se forzó tanto la máquina que esta se nos paró para siempre.
Con los años y desde la distancia, la decisión fue acorde a la figura y personalidad del protagonista. Ahora que Federer nos ha anunciado su final profesional y que Rafa Nadal expresa su voluntad de continuar compitiendo, la retirada de Indurain, que está a la misma altura de estos iconos del deporte, configura el ideal de un momento siempre complicado.
El artículo discierne sobre el final de una vida deportiva. Un momento siempre crítico.
Miguel Indurain se bajó de la bicicleta en plena etapa, cuando llevaba más de 132 kilómetros, dirección a Covadonga. La decisión fue súbita, repentina, inesperada, pero madurada en el tiempo. Llevaría meses con la idea rondando la cabeza. El desgaste físico y psíquico terminó por romper la cuerda. Este hecho, tan natural y espontáneo, cuadra con la personalidad del navarro. Sin complicaciones, con total sencillez, en coherencia consigo mismo y con el ciclismo, deporte nada proclive a los grandes fastos.
Era relativamente joven, apenas treinta y dos años, pero la lucha inmisericorde con su naturaleza de gigante navarro había llegado a su fin. Un final discreto, con un café y la televisión del bar encendida. Algunos curiosos fueron afortunados testigos de tal momento. Otros, ni siquiera fueron conscientes que aquel ciclista, uno de los más grandes, física y psíquicamente consumido, era ya un mito del ciclismo.